Leo en el blog del Patito Feo un interesante escrito sobre el ridículo humano, ante lo cual no he podido evitar rememorar mis más grandes actos de esa índole. Y aunque el abanico es amplio, el primero que me ha venido a la cabeza fue una autolesión que me impidió practicar cualquier tipo de deporte durante dos meses, a excepción del socorrido sillón-ball.
La cosa empezó con la boda de mi primo Ignacio, en la albaceteña localidad de La Roda. Ésta se iba a celebrar un sábado, con la peculiaridad de que yo empezaba la liga con mi equipo (La Mirada de Ulises) el día siguiente. Por lo tanto, y con el fin de comenzar de manera correcta el campeonato, quedé con mi tío en salir el domingo temprano (a las 9 de la mañana) rumbo a Madrid para llegar a tiempo (el partido daría comienzo a eso de la una de la tarde, por lo que había margen de sobra). Todo estaba debidamente planificado. ¿Todo? No.
Yo no contaba, dada mi inexperiencia en actos sociales de este tipo, con la barra libre que sigue al banquete, y una jauría de fieros cubatas de Cacique con Coca Cola, que era lo que bebía yo en aquella etílica época de mi vida, se aprovecharon de ello para hacer de mí lo que quisieron. El caso es que llegué a la habitación del hotel a eso de las cinco de la mañana, en un estado que podría definirse perfectamente como lamentable. Metí la llave en la cerradura como buenamente pude y entonces fui abducido. Sólo así podría explicarse que mi recuerdo siguiente a este hecho fue el de despertarme en la cama, en calzoncillos. El despertador estaba realizando su función, y una vez despierto pude comprobar sorprendido que había dormido con las luces de la habitación y del baño encendidas, así como la televisión, que estaba deleitando a los televidentes con un ameno y entretenido episodio de Magilla el gorila. Pero aún más sorprendido me quedé cuando pude comprobar que me había quitado las lentillas de manera correcta, acto que requiere de una gran precisión. Tras esto hice un intento (en vano) de meterme en la ducha, tal era aún mi estado. Creo que si en ese momento me hubieran (o hubiesen) acercado una cerilla al cuerpo, podría haberme inflamado como si de una queimada se tratara (o tratase).
Aparecí en el hall del hotel, lugar de reunión con mi tío, media hora tarde, sin haberme podido duchar y, a juzgar por la reacción de mi familiar, con un lamentable aspecto exterior (el interior era peor aún, sin duda). Partimos rumbo a la capital, yo con la ventanilla bajada y casi sacando la cabeza fuera al más puro estilo Ace Ventura para que me diera el aire, lo cual no impidió que me diera algún que otro mareo. No obstante llegué a eso de las doce y cuarto al campo en el que tendría lugar el debut futbolístico de la temporada. Es decir, me daba tiempo a calentar (como si no estuviera bastante caliente ya). Durante este calentamiento, pude comprobar, así como cualquiera que se estuviera (o estuviese) fijando, lo lamentable de mi situación. Cada vez que realizaba un tiro a puerta, el balón salía como un obús de mi pie en cualquier dirección que nunca coincidía con la de la portería. Mal presagio.
Y empezó el partido. Yo deambulaba por el campo con la esperanza y la convicción de que ese mareo constante y molesto se me terminaría pasando y que todo volvería pronto a la normalidad. Hasta que un compañero hizo una falta en el centro del campo (hablo del minuto 2 de partido) y yo no tuve otra idea mejor que despejar el balón lo más lejos posible, aún no sé bien para qué, puesto que con 0-0 y en el segundo minuto de partido, poco tiempo iba a perder. Pero lo hice. Miré el balón que venía mansamente hacia mi posición, me puse en postura de patadón y lancé la pierna. Dolor. Mucho dolor. El balón siguió con su trayectoria impertérrito, mientras mi pie lo había confundido con el suelo. Le había dado una patada al suelo con todas mis ganas. Y eso duele, vaya si duele. Quejumbroso pedí el cambio, retirándome del campo a la pata coja. Al llegar al banquillo, un compañero que no había visto el terrible lance me preguntó que qué me había pasado. "¿Es que no has visto la patada que me ha dado el 4?", fue mi respuesta, intentando evitar el ridículo. Vano intento. Otros sí lo vieron. Y se rieron. A pesar de que no pude jugar en dos meses, se rieron. Yo habría hecho lo mismo.
Lo bueno de aquello fue que el pedo se me había pasado de golpe. No de la forma en la que yo pensaba, pero se me pasó. Lo malo es que aún no he aprendido la lección. No sé si el error fue jugar al fútbol ebrio o la intención que tuve de perder tiempo en el minuto dos. Por si las moscas, no he vuelto a hacer ni una cosa ni otra.
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Nada de eso te hubiera( o hubiese) pasado si tomaras Bombay Shapphire
ResponderEliminarEs lo que tiene el Cacique. Cuando lo dejé para adentrarme en el maravilloso mundo del ron Barceló (suave, oscuro y deseado), esos problemas pasaron, y mis resacas fueron mucho más leves.
ResponderEliminarYa, wini, pero quizás tendría que hacer algún ajuste presupuestario...
ResponderEliminares lo que tiene ser del atletico, en el minuto dos perdiendo tiempo, es que si no te hubieses (o hubieres) lesionado deberian (o debieren)darte de hostias por cagón ....
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